Las acuarelas y aguadas, algunas de gran tamaño,
y los grabados de Yolanda del Riego han seguido un proceso de despojamiento
y progresiva sutilidad. Los colores se han ido haciendo cada vez menos
concentrados, más fluidos, para lo cual la acuarela y la aguada
han sido las técnica más idóneas.
Correlativamente, las formas se han ido disolviendo. No
fragmentándose ni deshaciéndose, sino pasando, de connotativas
de una materialidad sólida, a otra líquida y, en algún
caso, gaseosa.
No es que la realidad, vista así, resulte fantasmal.
Muy al contrario: el mundo, nos decimos, no es como vemos con los ojos
de la vigilia, sino como lo ve la artista.
No podemos aprenderlo, hacerlo nuestro, sino que, como
el río heracliano, es algo que se está escapando siempre.
Las formas, por lo tanto, no pueden ser fijas, y ni siquiera
aparentarlo. Fluyen ante nuestros ojos.
Predominan los negros y grises, los colores son azules,
verdes, rojos, y la aparición de un rojo, un ocre o un azul vivo
es amortiguada, pero como subrayando, valorando esa discreta presencia.
Si un color concreto es especialmente intenso, por ejemplo
un rojo -que puede evocar algo en ignición-, resulta compensado
por un azul, y ambos colores se aproximan, sin llegar a fundirse.
Todo es sobriedad. Basta ver las aguadas de negros que
van aclarándose en su transición al gris más pálido
y un blanco luminoso pero situado en el fondo, como un cielo que terminará
llenándose todo, aunque esto no lleguemos a verlo.
No hay drama, tampoco exactamente gozo, y menos un gozo
exultante. Más bien, un raro equilibrio.
Todo está matizado.
Parece alcanzarse un elevado estadio emotivo, en el que
los sentidos se suspenden.
Pero no en la espera de una cosa u otra: en la pura vibración
del instante, que se prolonga, plasmado todo en estas magníficas
y creativas pinturas y grabados.